Mi amiga la migraña

EN CAMA

por Joan Didion 

(Traducido al español por Javier Tinajero R.)


Tres, cuatro y hasta cinco veces al mes paso el día en cama con migraña, insensible al mundo que me rodea. Casi todos los días de todos los meses, entre estos ataques, siento una repentina irritación irracional y el flujo de sangre en las arterias cerebrales me anuncia que la migraña está por venir, entonces tomo algunos medicamentos para abortar su llegada. Si no los tomara, sólo sería capaz de funcionar quizá un día de cada cuatro. El error fisiológico llamado migraña es, en síntesis, algo central en mi vida. Cuando tenía 15 o 16, inclusive a los 25 años, solía pensar que podía deshacerme de este error simplemente negándolo, la voluntad por encima de la química. «¿Usted sufre de migrañas algunas veces? ¿Con frecuencia? ¿Nunca?», preguntas del formulario de una  aplicación. «Elija uno». Consciente de la trampa y deseando lo que sea que el llenado exitoso de ese formulario en particular pudiera traerme (un trabajo, una beca, el respeto de la Humanidad y la gracia de Dios), escogía una de ellas: «Algunas veces», mentía. El hecho de que pasara uno o dos días por semana casi inconsciente por el dolor parecía un secreto vergonzoso, evidencia no sólo de una inferioridad química sino también de todas mis malas actitudes, mis desagradables temperamentos y mis malos pensamientos.

Porque yo no tenía un tumor cerebral o fatiga visual ni la presión alta, no tenía para nada algo de malo: sólo tenía migraña, y la migraña era, como saben todos aquellos que no la han sufrido, imaginaria. Luché entonces contra ella, ignoré las advertencias que me enviaba, fui a la universidad y después a trabajar a pesar de ella, asistía a charlas sobre inglés medieval y a otras presentaciones con mis lágrimas involuntarias rodando por el lado derecho de la cara. Vomitaba en baños, llegaba a casa tropezando por instinto, vaciaba cubetas de hielo sobre mi cama y trataba de congelar el dolor en mi sien derecha, deseando que un neurocirujano pudiera venir a hacerme una lobotomía a domicilio. Maldecía mi imaginación.

Todo ello fue mucho antes de que empezara a pensar mecánicamente y lo suficiente para aceptar la migraña por lo que era: algo con lo que estaría viviendo del mismo modo en que otras personas viven con diabetes.

La migraña es algo más que la fantasía de una imaginación neurótica. Es esencialmente hereditaria y tiene una multiplicidad de síntomas, el más frecuente —sin ser de ninguna manera el más desagradable— es un dolor de cabeza de una severidad cegadora. Ha sido sufrida por un asombroso número de mujeres y otro tanto de hombres (Thomas Jefferson tenía migraña, y también Ulysses S. Grant, el día que aceptó la rendición del General Lee) y también por algunos niños desafortunados, a veces de sólo dos años. (Yo tuve la primera cuando tenía ocho años de edad. Me dio durante un simulacro contra incendios en la Escuela Columbia de Colorado Springs, en Colorado. Primero me llevaron a casa y después a la sala de guardia de Peterson Field, donde estaba mi papá. El médico de la Fuerza Aérea me diagnosticó un enema).

Casi cualquier cosa puede se un disparador de un ataque específico de migraña: estrés, alergia, cansancio, un cambio abrupto en la presión atmosférica, un contratiempo por una multa de tránsito, una luz intermitente, un simulacro contra incendios. Uno hereda, obviamente, sólo la predisposición. En otras palabras, ayer pasé todo el día en cama con dolor de cabeza no sólo por mi mala actitud, mi mal carácter e ideas equivocadas, sino porque mis dos abuelas también tuvieron migraña, al igual que mi padre y mi madre la tienen.

Aún nadie sabe precisamente qué es lo que uno ha heredado. Sin embargo, la química de la migraña parece que tiene alguna conexión con la hormona llamada serotonina, la cual está naturalmente presente en el cerebro. La cantidad de serotonina en el cerebro cae bruscamente al comienzo de una migraña, y una droga contra ella, la metisergida, parece tener algún efecto sobre la serotonina. La metisergida está derivada del ácido lisérgico (de hecho fue el laboratorio farmacéutico Sandoz quien sintetizó el LSD mientras buscaba una cura contra la migraña), y su uso tiene tantas contraindicaciones y efectos secundarios que la mayoría de los médicos sólo la recetan en los casos más graves e incapacitantes. Cuando se prescribe la metisergida, se debe tomar diario como un preventivo; otro preventorio que funciona a algunas personas, es el viejo y pasado de moda tartrato de ergotamina, que ayuda a contraer los vasos capilares durante el “aura”, el período que en la mayoría de los casos precede al dolor de cabeza.

Una vez que el ataque está en camino ninguna droga puede tocarlo. La migraña que tienen algunas personas conllevan alucinaciones leves, a otras las ciega temporalmente, presentándose no sólo como un dolor de cabeza sino también como un problema gastrointestinal, una sensibilidad dolorosa a cualquier estímulo de los sentidos, una abrupta y abrumadora fatiga, una afasia, y una incapacitante inhabilidad para hacer las conexiones racionales de rutina. Cuando estoy en el aura de una migraña (para algunas personas ésta tiene una duración de 15 minutos, para otras dura horas muy severas), me paso los semáforos que están en rojo, extravío las llaves de casa, tiro lo que sea que esté sosteniendo mi mano, pierdo la capacidad visual para enfocar o decir algo coherente, y en general doy la apariencia  de estar en drogas o ebria. Cuando llega la verdadera migraña, viene con escalofríos, sudor, náuseas y una debilidad que parece poner a prueba los límites de la resistencia humana. Que nadie se muera de migraña parece, a alguien que está sufriendo un ataque, una ambigua bendición.

Mi esposo también sufre de migraña, lo que es muy desafortunado para él pero afortunado para mí: tal vez no haya nada que prolongue más la duración de un ataque que el ojo acusador de alguien que nunca ha sufrido una migraña. «¿Por qué no te tomas un par de aspirinas?», pregunta el que está sano desde la puerta. O luego le escuchas decir: «yo debería tener un dolor de cabeza también y pasar un día hermoso como éste aquí adentro con las persianas cerradas». Los que tenemos migraña sufrimos no sólo los ataques en sí, sino que también de esta idea generalizada de que estamos rechazando de forma perversa el par de aspirinas para curarnos, que nos enfermamos al propósito, que nos hacemos esto “nosotros mismos”. Y en el sentido más inmediato, el de por qué nos duele la cabeza este martes pero no el jueves pasado, por supuesto que lo hacemos como habitual. Porque lo que hay ciertamente es lo que los médicos llaman “personalidad migrañosa”, y esa personalidad tiende a ser ambiciosa, introspectiva, intolerante al error, bastante estructurada y perfeccionista. «Tú no pareces tener una personalidad migrañosa», me dijo una vez un médico. «Tienes el cabello hecho un desastre, pero supongo que es así porque eres una ama de casa obsesiva». En realidad mi casa está organizada aún con más negligencia que mi cabello, pero el médico igual tenía razón: el perfeccionismo también puede tomar la forma de pasar una semana escribiendo y reescribiendo sin terminar un sólo párrafo.

Pero no todos los perfeccionistas sufren de migrañas, ni todos los migrañosos tienen personalidad migrañosa. Nadie puede escapar a lo hereditario. He tratado de huir de todas las maneras posibles de mi propia herencia migrañosa (a pesar de mi miedo a las agujas, en algún punto aprendí a inyectarme dos dosis de histamínicos con una inyección hipodérmica, para hacerlo tuve que cerrar los ojos), pero aún así tenía migraña.

Sin embargo, ahora he aprendido a vivir con ella, sé cuándo esperarla, cómo superarla e incluso a considerarla más amiga que como una huésped. Juntas, mi migraña y yo, hemos alcanzado un cierto entendimiento. Nunca llega cuando estoy en verdaderos problemas. Puedes decirme que mi casa se está quemando, que mi marido me ha dejado, que hay una balacera en las calles, pánico en los bancos, y no voy a responder con un dolor de cabeza. Viene, en cambio, cuando no estoy peleando abiertamente —como una guerra de guerrillas— con mi propia vida, durante semanas de pequeñas confusiones domésticas, como ropa extraviada en la lavandería, citas canceladas, en días sin ayuda en que el teléfono suena demasiado y no tengo trabajo, entonces el viento se acerca. En días como esos mi amiga viene sin ser invitada.

Y una vez que llega, ahora que soy más sabia en sus caminos, ya no lucho contra ella. Me acuesto y dejo que ocurra. Al principio cada pequeña aprehensión es magnificada, cada ansiedad un terror latente. Después viene el dolor, y sólo me concentro en ello. Ahí mismo está la utilidad de la migraña, en esa yoga impuesta, es la concentración en el dolor. Porque cuando el dolor retrocede, diez o doce horas más tarde, todo se va con él: todos los resentimientos ocultos, todas las vanas ansiedades. La migraña ha tenido un cortocircuito y los fusibles se han quedado intactos. Hay un placer eufórico en la convalecencia. Abro las ventanas y siento el aire, me alimento con gratitud, duermo bien. Noto la naturaleza particular de una flor en un vaso con agua sobre el descanso de la escalera. Me siento bendecida.

Joan Didion, 1968.


Traducido del libro de ensayos The White Album, Noonday Press (1990).


Joan Didion (Sacramento, 1934) es novelista y periodista. Graduada por la Universidad de Berkeley en California, comenzó trabajando en la revista Vogue, donde fue editora y crítica de cine. Ha sido colaboradora habitual de The New York Review of Books. Junto a su marido, John Gregory Dunne, escribió también guiones cinematográficos. Es autora de las novelas Run River, Play It as It Lays, A Book of Common Prayer, Democracy y The Last Thing He Wanted, de un libro de memorias, Where I Was From, y de diversos libros de ensayo sobre la cultura y la política norteamericanas, una selección de los cuales se incluyen en Los que sueñan el sueño dorado (Literatura Mondadori, 2012). Ganadora del National Book Award y finalista del Premio Pulitzer y el National Book Critics Circle Award, su libro autobiográfico El año del pensamiento mágico (2006), donde reflexiona sobre la muerte de su marido, fue un éxito de crítica y ventas.

Esta biografía fue tomada de: Los que sueñan el sueño dorado, Joan Didion, Mondadori (2012).

Javier Tinajero R.
Para reconocerse tuvo que andar a favor de los vientos.

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