Fotografía de André Kertész, 1959.
El olor de un libro va más allá de su antigüedad, aunque sea viejo siempre huele a nuevo; aunque sea nuevo, su impronta es de otro tiempo.
Tal vez los libros guarden olores como lo hacen los roperos y almacenen los recuerdos en la oscuridad de un rincón húmedo de nuestra memoria. Sus páginas serían entonces como ropas impregnadas de luz de día que aguardan el mañana para vestir de palabras a su portador.
Quizá evocan el aroma acumulado de toda la soledad que necesitó el escritor para materializar el texto, todas esas noches, todos esos silencios, todos los extravíos necesarios para lograr una sola línea que inicie un camino de significados. Es la esencia de un tiempo interno que se expande en la lectura y se imprime arremolinado en el olfato como un perfume de genuina vitalidad, de libertad.
Pero no sólo el libro huele a eso, cada palabra tiene su propio aroma, cada una es un pedazo de bosque, un tramo de carretera, un poco de lluvia. Son fragmentos de espejos rotos, de rostros en las nubes, de secretos de cosas que se han olvidado con el paso del tiempo y que, sin embargo, aún queda el rastro de su nombre flotando en el aire, como adamar1.
Cuando leo puedo percibir el efluvio de la madera que persiste en el papel. Leo con la nariz la fragancia de la tinta con la que se imprimió el tiempo de las palabras, son signos soplados con la lengua que golpean como un viento en la ventana de tu mente. Son como grillos cantando al alba, viejos constructores de puentes en la frontera que hay entre el sonido y las letras. Son pequeñas voces que nacen en el rumor de cada página, el mismo espacio donde suceden los sueños despiertos del escritor, como un murmullo entre las sábanas blancas de una cama sin tender y que se manchan en la noche hecha de tinta, símbolos negros e insomnios remotos. Son los linderos de un universo de papel con olor a sal de mares antiguos, lejanos como el fulgor de una lámpara que pulsa parecida a un faro en la orilla nebulosa de un escritorio, o de la reminiscencia de otra época en que no había libros ni escritorios y se contaban historias alrededor del fuego, al calor de aquellos seres que imaginaban el mundo entre las sombras. Son la voz de la memoria, palabras que perviven y evolucionan.
Son esas palabras negras, selvas de la noche, las que te llevan a ese encuentro íntimo con un desconocido, un remitente de otra época, un destino que desafía toda temporalidad, todo espacio mental, toda muerte, y que despliegan mensajes cifrados que sólo te hablan a ti en una suerte de transmisión en silencio.
Un silencio que emana de la lectura de un libro y que reconoces su olor como un tiempo propio.
Javier Tinajero R.
7 de Noviembre 2017,
Tepoztlán, Morelos.
Notas:
- Adamar significa: amar con vehemencia. Enamorarse de alguien o de algo. ↩