Soy entonces calma, cautelosa, perfecta dueña de mí misma.
—Alejandra Pizarnik.
Desde hace tiempo vengo escribiendo una serie de pequeños ensayos en torno a ciertas palabras que me gustan. El proyecto, que tiene intenciones de hacerse libro, lo he titulado: Diccionario de asombros. Los textos van de la A a la Z, pero por una razón poética he decidido empezar con la C y no con la A como ordena el abecedario. Porque la C es la C de camino y de comienzo, de casa y de cariño, de calamidad y certeza.
Sin embargo, la primera palabra que comenzaré a desmenuzar no es ninguna de esas. Es una que tiene un significado muy peculiar para mí, uno que sospecho puede ser de utilidad para usted.
La palabra «calmita» es el diminutivo del castellano «calma», que viene del latín cauma, que a su vez viene del griego καυμα, que significa «bochorno de verano». Los griegos consideraban que había καυμα cuando el sol estaba en todo su esplendor y un calor ardiente causaba la cesación del oleaje del mar. La calma, entonces, es un sol de serenidad: un mar quieto.
La RAE, por su lado, describe la calma como un estado atmosférico sin viento. De nuevo, la calma es metáfora de una atmósfera, un tipo de clima interno y, en cierta medida, una presencia que es redonda. Ya lo había dicho Octavio Paz, al principio de los tiempos, cuando los humanos empezamos a comunicarnos, todo nuestro lenguaje era metafórico, aunque «el signo y el objeto representado eran lo mismo», tenían una doble realidad, eran símbolo que se desplegaba con una connotación mágica y sagrada. Costó un largo tiempo en la Historia para ponernos de acuerdo y generar definiciones, alejar las palabras de los objetos o acercar —según se piense— las ideas a las cosas. Por eso «toda palabra es una metáfora muerta», como decía José Emilio Pacheco, que también sabía que las palabras se revelan y se rebelan a cualquier definición.
¿Y qué hay de «la calmita»?
Dícese (en mi Diccionario de asombros) de la acción de encontrar ese ínfimo espacio de quietud entre la paz y la tranquilidad. Dos palabras que no son lo mismo, por supuesto. Por un lado, la paz es la ausencia de guerra y parecería que ésta no llega ni con la muerte, no por algo decimos “ojalá que descanse en paz” sobre un reciente difunto; por otro lado, la tranquilidad es algo que tampoco se encuentra fácilmente en nuestro interior, no por algo existen la terapia y los ansiolíticos. Así que el íntimo espacio del que estamos hablando está ahí, invisible, entre la paz y la tranquilidad, entre la vida y la muerte, lo interno y lo externo, lo cotidiano y lo absurdo de los días. Y ese pequeño espacio es asequible para cualquiera. Es decir, que uno puede encontrar sosiego, ese estado intermedio parecido a un tipo de pausa silenciosa y de naturaleza ligera, en casi todo. Esa calma chiquita siempre refresca el alma (si no cree en el alma ponga «mente», si no cree en nada de esas cosas sin sustancia material, entonces ponga «la nada» en lugar de alma, y hágalo, por favor, calmadamente). Por eso ir con calmita es una templanza, un antídoto para el ajetreo del tiempo. Sépase entonces que su uso es muy benigno, pues, en definitiva, la calmita elimina las prisas y permite disfrutar de la vida. Porque uno no sólo está en calma, uno es la calma. Y empieza con algo tan simple como respirar. Hágalo conmigo: inhale y exhale, despacito, con paciencia, suavice lo agreste de su respiración, ¿lo ve? ¿Ve cómo los pensamientos se asientan en su estado natural?, ¿nota cómo todo toma otra perspectiva, una como más clara y menos arrogante? Lo que sucede es que usted respira la calma; y la calmita no es otra cosa que tomarse un instante para darse cuenta de que uno respira. Respire así siempre que pueda, y hágalo con mucha calmita. Y si no puede, intente no respirar, a ver cómo le va.
—Javier Tinajero R. @nuberrante